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DANZAR: NUEVOS PENSAMIENTOS SABIOS DE UN FILÓSOFO.

  



DANZAR

Danzar, ser aire, llama ascendente, serpiente ondulada, vertical, roca ingrávida, cuerpo sin cuerpo, ya tú, nada.

La danza ha sido desde los tiempos uno de los medios trascendentales utilizados por los humanos para recuperar el instante que alguna vez fuimos, para despensarnos. 

Danza y música caminan juntas. De esta podría decirse que al igual que  los ritos son la intuición del orden universal que los dioses otorgan a los hombres, ella es la intuición de sus voces. También, que es el estado intermedio entre el sonido de cada parte y el silencio del todo en el que armonizan y que cualquier ser vivo puede percibir. 

Y aunque la música es la “armonía de las ondas sonoras” que existe desde siempre, o dicho de una forma afectada “el amor de los sonidos”, la de los humanos tiene una evolución y una estructura que nos repite, en la que el ritmo equivaldría al latido del corazón y la melodía al pensamiento.

El ritmo representa a la naturaleza, lo instantáneo que permanece invariable vibrando en una frecuencia compartida, intemporal, de todos. La melodía representa el yo, la civilización, lo cambiante, lo temporal.  Por eso el ritmo perdura, la melodía, no, y por eso, siguiendo el camino de la transgresión, en el comienzo la música era solo ritmo, latido de vida, instante compartido en el batido de un tambor. Más tarde  la concebimos como ritmo y melodía que fluctúan juntas a través de un hilo invisible que se intuye, y finalmente  será solo melodía. 

Danzar tiene escalas. El diccionario de nuestra lengua la asimila a bailar, que es la primera, de la que dice: “ejecutar movimientos acompasados con el cuerpo, brazos y pies, sin salir de un espacio determinado. Esa definición, objetiva, física, podría completarse con otra, psicológica: “gesto que aspira a la distracción, al olvido, y también a desinhibirse y a mostrarse.” Entre ellas se encuentra también la Danza, que es la manifestación artística del Danzar, donde se muestra y se comparte la belleza de su armonía como olvido compartido que no trasciende, porque nadie puede hacerlo para y por otros.

Otra definición de bailar nos dice: “moverse con aceleración, bullendo y saltando. Sin embargo, no todos los que se mueven así bailan: también lo hacen los locos, los que huyen, los que combaten… o los que ya se encuentran en otra escala del bailar, un paso más, que ya no es distracción de algo, sino de uno mismo, al que sigue otra donde el pensamiento se hace música, el cuerpo movimiento, y el ritmo corazón, para anularse y ser “ahora”, adentro y afuera al mismo tiempo. “Instante” repetido, nosotros, sin ir ni volver de ningún sitio, eternidad ahora,……… nada.

JMC





LOS VIAJES

La palabra viajar lo encierra casi todo en el acontecer humano, pero en este escrito voy a referirme al viajar de un sitio a otro con el cuerpo. Aunque como marino que soy, ahora más que no navego, porque cuando lo hacía, estaba el mar y yo sobre él, y ahora se encuentra solo en mi memoria, y mi memoria soy yo; me resulta insuficiente, porque es un “yo” incompleto. Por dicha razón, me he dado cuenta de que con él, con el cuerpo, se puede viajar por la tierra, y la tierra es pequeña, muy pequeña. Quizás sea eso una de las desventajas más grandes de conocerla; porque el ser humano necesita perderse, incluso tener la esperanza de perderse, porque lo necesita todo, necesita el universo, y solo puede recorrerlo con la mente desde adentro, aunque, como casi todo lo humano, tienes que haberlo experimentado, en este caso, haber recorrido los caminos de la tierra para darte cuenta.

Cuando viajas lo haces como turista o como viajero. El primero se lleva siempre puesto, como si se desplazara de un lugar a otro en una autopista que no le permite ver el paisaje; o tan rápido, en un avión, con el mismo resultado. Al llegar al destino, no le ha dado tiempo de olvidarse de él, y se limita a comparar y a fotografiar para guardar para después: los monumentos, los paisajes, e incluso las gentes de los lugares por donde va. Por el contrario el viajero gusta de mimetizarse, no de olvidarse, sino de hacerse más grande con lo que ve y siente, haciendo real aquella frase de un anónimo portugués: mi tamaño es lo que veo. O de otra de mi autoría: lo que conoces se hace tú, tan pequeño como tú; lo que amas te hace de su tamaño.

En el mundo de la falsa globalización se viaja para comprar objetos o recuerdos impresos en imágenes exteriores al pensamiento, que luego hacemos nuestros cuando los vemos, dejándonos huérfanos de adentro. Y así, la tierra repetida en mil y una fotografías, parece hacerse más grande. Pero no nos engañemos, no es la tierra, son solo imágenes.


JMC


DE VUELTA A LA NORMALIDAD

En medio del inmenso Cerrado, Joao Denis de Almada, después de semanas sin apenas escuchar palabras, se detiene a contemplar el azul del cielo que lo rodea en silencio y luego continua su marcha a lomos de mula vieja, cuando en la distancia, sobre un camino de tierra roja, se divisa una vaca cebú pastando tranquila al lado de un cinamomo de hojas blancas. Al pasar a su lado, el cebú detiene su pastar, como si quisiera intimidarles cuando levanta la cabeza y los observa fijamente masticando sin parar, mientras la mula continúa la marcha ignorándola y el caballero Joao se mantiene erguido sin atreverse a mirarla. 

Apenas borrada de su mente la escena, aparece otra vez el horizonte. El mismo que desde hace semanas le acompaña entre el verde y el marrón juntándose con el cielo en la distancia. A lo lejos, en medio de aquella tierra inmensa y sola, surge un grupo de palmeras muy altas y hacia el Sur, detrás de ellas, la silueta verde de unas montañas bajas interrumpe la monotonía de la meseta ondulada donde un grupo de árboles de Pau Brasil le ponen colores amarillos, celestes o naranjas. 

Es tan amable el paisaje que en su mente aparecen siempre la misma paz y el mismo azul acompañando a sus pensamientos, cuando al caer la tarde se distingue en la distancia una cabaña de madera cubierta de paja; la misma que Denis de Almada espera como caída del cielo y nunca le falla. Quizás porque después de tanto recorrer el Cerrado ya conoce sus distancias y regula su marcha para encontrarlas, aunque pasen semanas. Antes de descender de la vieja mula espera a que alguien salga. Lo hace un hombre de tez aceitunada y facciones aindiadas, quien después de mirarlos le ruega que descienda y una vez en el suelo, al recibir del portugués una navaja y unos cuantos reales brasileros, le saluda con el brazo extendido ofreciéndole su cabaña.

Al entrar recibe la sensación que esperaba; la de su Lagoa natal, aunque sin el mar y el viento que la rodean como si fuera un palafito sobre la tierra. En medio del suelo de arena roja una mesa de madera aparece llena de viandas como si estuviera preparada para recibir a los viajeros. Tanguará le ofrece un trozo de carne seca de capiriba (especie de tapir) acompañada de una botella de cachaza, y a renglón seguido se retira para arranchar a la mula. Mientras tanto Joao detiene su mirada en las tablas de la choza: son de madera con paja entremetida impregnadas con manga de pez para preservarla del agua, como las de su San Andrés natal, y como en ellas, encostada a un lado, hay un gran arcón de madera lleno de carne de capiriba y de piau (cerdo) saladas. A diferencia de las portuguesas, la cocina se encuentra en el interior: apenas un rectángulo de ladrillos vistos de un metro y medio de alto por otro de ancho de cara a la ventana, abierto por la parte superior para acoger una parrilla mohosa. 

Tres ganchos cuelgan de las vigas de madera de Pau Brasil sobre las que se asienta un techo de la misma madera. Sin duda de mejor calidad que el pino de sus barracas portuguesas, por donde se cuela el agua del cielo cuando llueve y la del mar cuando la tempestad empuja las olas hacia ellas. Pero en lugar de linguisas o chorizos penden trozos de carne seca de serpiente, e incluso una sin despellejar que parece mirarle con sus ojos inexpresivos mientras él se desplaza a su alrededor al recordarle a las culebras de agua moviéndose entre sus piernas, cuando de niño plantaba arroz en las marismas de Carvalhal o de Setúbal.

No corre ni una brizna de aire porque las dos ventanas del chamizo, aunque enfrentadas, permanecen cerradas, y es tanto el calor, que Joao echa de menos las noches húmedas de la Lagoa, cuando de niño, se encogía de miedo y de frío entre las pajas del catre del soberado; porque al ser tantos los hermanos, ya no había sitio para dormir abajo. Y así, sumergido en sus pensamientos, se olvida de la mula y de Tanguará, y al recordarlo, decide salir afuera donde el sol comienza a declinar por occidente a la procura de las pequeñas lomas del horizonte dejando tras de sí la inmensa llanura tamizada de sombras, y en el portugués, el recuerdo sentido de la melancolía de lo que se va. 

A lo lejos una figura se va acercando por el camino de tierra, pero no es Tanguará, sino un hombre negro, de cuyos costados y de su cabeza sobresale un hato de leña de casi un metro de alto, quien al verlo le levanta el brazo izquierdo en señal de saludo al que Joao responde con otro, sorprendido ante tanta corpulencia. Zimbó, Zimbó se escucha la voz del indio mientras se dirige hacia él desde el cobertizo aledaño a la cabaña para ayudarle; y al poco, los tres hombres se encuentran sentados alrededor de la mesa chupando un trozo de carne seca entre sorbos de cachaza, aunque ninguno de los tres sea natural del Cerrado. Joao ni tan siquiera es brasileño, aunque lleva más de dos años recorriendo sus  tierras de propiedad incierta. Una forma eufemística de denominar a aquellas inmensas superficies no reclamadas formalmente ante el gobierno federal, aunque en realidad se encuentren en manos de los façenderos más importantes del país, o de antiguos hombres de fortuna que las detentan con mano de hierro sin ser molestados por ningún poder oficial a más de mil kilómetros a la redonda.  

Un almanaque renegrido cuelga de una de las paredes de madera, aunque no es del año mil novecientos quince, sino de hace más de ocho. Pero no es ese detalle lo que más le llama la atención a Joao, sino la figura dibujada de un cangaço* mestizo con su pecho lleno de medallas y su sombrero típico a lo Napoleón ocupando todo el ancho de la lámina. Tanto, como los círculos sobre los días marcados con números a su lado. Generalmente el uno o el dos, de vez en cuando el tres, y de forma excepcional uno más alto. Llevado por la curiosidad se disculpa de los posaderos, y ante su indiferencia comienza a pasar las páginas, dándose cuenta de que al pie de cada una de ellas aparece una cantidad que responde a la suma de los números marcados a los lados de los círculos. Y que en la del mes de diciembre entre todas suman unos veintisiete, porque hay meses en los que no hay ninguno y otros, coincidiendo con el final de la época de lluvias, donde se cuentan hasta siete. Seguramente, piensa Joao de vuelta a la mesa, los números del almanaque indican las piezas de capibaras o de corzos capturados durante el año. Además la cantidad de veintisiete parece corresponder tanto a las necesidades de los posaderos como a la de los clientes. Tal vez por dicha razón cazan más al finalizar la época de lluvias, y dispongan de un arcón para conservar la carne salada de los animales; e incluso puede que se vean obligados a comer serpientes cuando la caza escasea y por  dicha razón  las conservan secas.

*Bandas de salteadores de principios del siglo XX compuestas por bandidos y campesinos rebeldes de la región del Sertao (una región semidesértica situada al Noreste del Brasil), famosos por su destreza con las armas y por su crueldad contra los façenderos y los blancos en general. Existen fotografías de ellos en medio del sertao encabezadas por su jefe. 

Al sentarse, Zimbó le acercó una caneca de latón llena hasta el borde de cachaça: es más fácil de conseguir aquí que el agua, le dijo, porque tenemos que ir a buscarla en un pozo de agua subterránea a más de diez kilómetros de distancia (muy abundantes en el Cerrado). ¿Y porque no plantaron allí la cabaña?, les preguntó el portugués. Porque las onzas  van a beber en él y los humedales de los alrededores están llenos de serpientes, le dijo Tanguará en un tono poco amigable al percibir que aquel blanco los tomaba por imbéciles, quien al darse cuenta le respondió intentando justificarse. ¿Saben ustedes?, con apenas diez años iba a vender descalzo el pescado recogido durante la noche hasta el pueblo de Santiago do Cacem situado sobre una colina a más de tres leguas (unos quince kilómetros) de Lagoa de Santo André, y algunos días subía hasta dos veces cuando la pesca abundaba. 

Aquel intento de congraciarse al compartir una vida sufrida no pareció afectar a los posaderos, quienes continuaron conversando entre ellos sin reparar en el visitante, aunque a renglón seguido le ofrecieron un pedazo de bacalao extraído del arcón de los tapires. Un manjar en aquellas latitudes por muy seco que estuviera o fuera poco más que la raspa. Seguramente de algún portugués que pasara por aquí, pensó Joao, lo cual ponía de manifiesto la buena disposición de los posaderos hacía su persona. Y así pareció confirmarlo Tanguará al referirle  su ascendencia Guaraní y su peregrinar por los confines del estado de Sao Paulo, de donde se vio obligado a escapar de la insaciable sed de los “lanzados y de los bandeirantes”;  siempre sedientos de  tierras  y de indios a los que someter o matar por causa de hierro o de hambre. En el cautubá, logré escapar a una razia, pero perdí a mi mujer y a mis hijos. Luego  me dirigí al Mato Grosso, continuó Pero allí no hay nada, solo algunas tribus dispersas en medio de un terreno lleno de maleza, y unas pocas façendas a cuyo alrededor se mueven los blancos y sus esbirros engañando a los indios con falsas promesas de un mundo sin hambre o con la esperanza de la vida eterna. Y cómo hizo para llegar hasta aquí, le preguntó el portugués. Dirigiéndome hacia el Noroeste, hasta Diamantino y Ouro Preto donde trabajé como minero, pero aquello era la peor de las esclavitudes porque era esclavo sin serlo. Entonces decidí escapar del mundo de los blancos adentrándome en el Cerrado, donde conocí a mi compadre Zimbó, el bahiano, con quien llegué hasta aquí. 

Parecía evidente que a la historia le faltaba algo, porque a excepción de su alusión a los “lanzados y a los bandeirantes”*, no se explicaba del todo las razones de la existencia de aquella cabaña en medio de la nada a más de dos mil kilómetros de Salvador de Bahía, y a casi tres mil de la frontera occidental del Brasil. Quizás la historia de Zimbó pudiera completarla, pero el moreno no parecía estar en condiciones de hacerlo o no quería contarla, sino al contrario, porque a renglón seguido le preguntó al portugués el cómo y el por qué había llegado hasta allí y si

*Bandas patrocinadas por el gobierno portugués conocidas desde los tiempos de la colonia como “lanzados” en alusión a su misión de lanzadera o de punta de lanza de la colonización hacía el interior. Además de estas, la colonización se llevó a cabo a través de bandas privadas agrupadas en torno a una bandera simbólica, de ahí su nombre de “bandeirantes”, al mando de terratenientes o de aventureros para incorporar tierras e indígenas a sus posiciones. En ambos casos dichas bandas estaban compuestas en su mayoría por indios de tribus confrontadas o por negros forzados comandados por unos pocos blancos. 

venia solo o pertenecía a la avanzadilla de una expedición, o si siendo extranjero tenía familia en Brasil.

Entonces Joao Denis, mirándole a los ojos, desplegó un mapa sobre la mesa, y con aire de superioridad les interrogó sobre la propiedad de las tierras de alrededor. Porque es mi intención avanzar hasta encontrar una libre y establecerme en ella, les dijo. ¿Solo?, ¡sin nadie que le acompañe!, Parecieron extrañarse los dos, afirmando a continuación que las tierras de alrededor hasta tres días de caminar en mula les pertenecían. Y al preguntarles el  portugués si disponían de escritura de propiedad, o al menos de algún hecho que demostrara el transcurso del tiempo necesario para la usucapión*; le respondieron que no sabían nada de palabras raras, pero sí de la fuerza. Y pese a ser solo dos, llevaban razón, porque ningún hombre en su sano juicio se hubiera atrevido a disputarles la posesión mientras nadie con fuerza legal discutiera su propiedad. Aunque a decir verdad para la sociedad esta era mayor que la bruta.

Entonces proseguiré hasta encontrar otras, respondió Joao en tono conciliador; aunque les estaría agradecido si me dieran alguna indicación de cuánto debo recorrer hasta encontrarla. Ya se lo hemos dicho, portugués, hasta donde terminan las nuestras, o sea unas veinte

*Instrumento legal por el cual se hace depender la propiedad de un terreno o de una heredad sobre las que no existe un elemento formal que la declare del paso de un periodo de tiempo. No obstante, llegado el momento, dicha fórmula debe ser demostrada si otra persona afirma tener la propiedad. 


leguas (unos cien kilómetros),  pero al llegar no continúe por la senda que ha seguido hasta aquí, porque ya ha la han seguido otros como usted. Mejor desvíese hacía el Norte, en dirección a la cuenca del Amazonas, o hacía al Sur, hasta el Mato Grosso, donde todavía dispondrá de miles de kilómetros para establecerse,  si es que no lo han hecho antes otros. Solo de esta forma podrá tener suerte, porque le va resultar imposible hacerlo solo. 

Joao Denis de Almada, el hijo de Portugal, un país tan pequeño y a la vez tan grande, capaz de dar nuevos mundos al mundo en palabras de Camoens, comprendió la realidad de aquellas palabras, aunque las hubieran pronunciado dos brutos de quienes se encontraba a su merced en medio de la nada. Entonces, Tanguará, al observar el semblante resignado del blanco, le sugirió la posibilidad de esperar en la cabaña la llegada de otros colonos, así como de proporcionarles provisiones a cambio de dinero. Mientras tanto él se dedicaría a trabajar por el hospedaje y la comida trayendo  agua del pozo o leña de los alrededores.

Joao pasó la noche en el establo sobre un catre encostado a unas de las paredes del soberado, donde recordó las noches de su Lagoa natal de la que tanto había ansiado escapar, y ahora añoraba como se añoran las cosas a las que sobrevivimos aunque sean terribles. En medio de la oscuridad podía sentir la presencia de las gallinas en su aleteo insinuado o en su leve cloquear de miedo, o el paso del aire a través de los orificios temblorosos de la nariz de su mula, e incluso creía escuchar el avance de una onza acercándose o el desplazamiento sinuoso de una boa gigante sobre la tierra oscura, para después tranquilizarse al escuchar el respirar tranquilo de los animales a quienes atacarían antes, se decía Denis, y aun así tendrían más suerte porque ellos se mueren solo una vez. En alusión al miedo a la muerte pensada de los hombres, que nos mata mil veces ante de que lo haga el morir.  

Ya más tranquilo pudo distinguir a través del ventanal del techo la inmensidad estrellada del firmamento del hemisferio Sur. Más puro que el de la mitad Norte, tal vez al ser menos observado por los hombres. Una brisa fresca acompañada por una miríada de insectos comenzaba a introducirse por los intersticios de las maderas, pero al disponer de una piel dura y de un cuerpo acostumbrado a las picaduras, parecía como si se olvidaran de él o no se diera cuenta. Por todo esto decidió descansar sin dormirse y esperar la llegada de los primeros rayos del sol cuya luz le recordó la rudeza de la vida que la noche había mantenido en suspenso.

Desde aquel día trabajó de la mañana a la noche, y cada amanecer  observaba  como las planicies del planalto* cambiaban de fisonomía con la llegada de las lluvias de octubre, que desde hacía más de un mes  poblaban la sabana de flores amarillas o de maleza verde y alta, entre la cual podía entrever la presencia esquiva de extraños animales peludos de larga cola y nariz prolongada, dirigiéndose a los termiteros de más de dos metros de alto que de trecho en trecho poblaban la pradera en 

*Parte central del Brasil. Extensa meseta a la que pertenece entre otras la región natural del Cerrado, cuya sola extensión equivale al tamaño de cuatro veces el de España. Su fisonomía es extraña, con cierto parecido a la dehesa, pero menos verde. En su subsuelo existe gran cantidad de agua almacenada. Lo cual le permite conservar cierta fertilidad a pesar de la escasez de lluvias.   


sucesión interminable hasta el horizonte. O a los papagayos de plumas rojas, verdes y azules sobre las ramas de los árboles restregando sus picos mientras abrían sus alas.

De camino al pozo observaba la ascensión del sol sobre un cielo azul claro, limpio y solo, prodigándose sobre la yerba ondulante de los campos y al atardecer, cuando volvía a la  cabaña cargado de leña, lo veía declinar hacia el Oeste con su cohorte de nubes grises y colores naranjas anunciando las lluvias próximas, para recordar en él el cielo de Santo André sobre un mar plomizo de olas blancas rugiendo al precipitarse sobre la arena a más de ocho mil kilómetros de distancia.

¿Porqué el hombre no puede dejar de mirar sus recuerdos cuando mira?, se preguntaba el portugués. Quizás mis descendientes podrán hacerlo sin la añoranza de otras tierras. Y mientras lo pensaba su mirada distraída creía distinguir entre la maleza monstruos con cabeza de mono y cuerpo de pantera. Un extraño ser a quien los posaderos se referían como a yaguarundí, el diablo negro mitad simio y mitad felino. O el pelaje rojizo en medio de las yerbas altas de la sabana del lobo comedor de frutas venenosas a quien llamaban aguaraguazu.

Ya han pasado dos semanas y ningún forastero ha aparecido todavía. Aunque no es de extrañar en el fin del mundo y en época de lluvias, donde nada parece turbar la monotonía, a la que Joao Denis se hubiera acostumbrado si no tuviera que soportar el tono cada vez más imperativo del preto Zimbó y del indio Tanguará, quienes no parecían tratarlo como a un huésped, sino como a un esclavo. 

A pesar de todo,  todas las noches jugaban al juego lusitano de la sueca con una mugrosa baraja de cartas inglesas. Pero al ser solo tres y faltar un jugador para completar la partida, en lugar de un jugador colocaban una escopeta sobre una silla. De esta forma a cada mano le correspondía a uno de los tres jugar por él. Resultando así una partida extraña, tan ajena a las reglas como fruto de la necesidad de distraerse, donde ninguno como Tanguaré era capaz de identificar las cartas en función de las del simbólico jugador, hasta el punto de jugar en contra de sus intereses o de cambiarlos según percibía la intención de sus rivales, a quienes por lo general engañaba y casi siempre vencía. Luego, al terminar la partida, ya borrachos de cachaça, solían comentar historias antiguas de Tiradentes o de un tal Antonio Conselheiro,* a quienes los posaderos tenían por santos mestizos. Aunque uno era hijo de portugués, y los dos de color blanco, llegando a compararlos con nuestro señor Jesucristo. Tal vez porque fueron martirizados para defender a los más humildes, o debido quizás a la influencia de unos retratos suyos donde aparecían con pelo y barba largas como el maestro.     

*Nombres correspondientes a dos revolucionarios brasileños. Tiradentes fue el primer instigador de la instauración de la independencia de Portugal,  a la que aspiraba a sustituir por un gobierno republicano. Sin embargo la independencia del Brasil se produjo bajo la fórmula de un imperio al mando de Pedro I. El segundo, Antonio Conselheiro, una vez instaurada esta, fue un destacado opositor a su carácter latifundista. Siendo el dirigente más destacado del movimiento llamado de los Canudos, en alusión al pueblo del estado de Bahía donde tenían su centro. Ambos fueron derrotados, el primero por los portugueses y el segundo, junto a sus seguidores, por las autoridades brasileñas en una batalla final acontecida en dicha ciudad. 

Antes de dormirse, Joao Denis repasaba una y otra vez a la luz de un candil el documento de ocupación de tierras vírgenes escondido en su vieja mochila guardada entre la paja, que el presidente de la Republica del Brasil, Hermes Rodríguez de Fonseca, había otorgado hacía cuatro años a la recién creada República de Portugal, mediante el cual, su primer presidente electo, Manuel José de Arriaga Brum da Silveira, podía designar a cien de sus ciudadanos para que en su nombre ocuparan tierras vírgenes en el Cerrado, y  él  era  uno de ellos. Pero aquella noche iba a ser especial, porque el afortunado Denis pudo contemplar la inmensa pradera iluminada por millones de puntos fosforescentes procedentes de las larvas de los cocuyos, que en medio de la oscuridad brillaban en las paredes exteriores de los montículos formados por los termiteros. Ese momento mágico permanecería en la memoria del luso como uno de los espectáculos más grandiosos que jamás había contemplado, porque ni tan siquiera el monasterio de los Jerónimos de Lisboa podía comparársele, aunque años más tarde, después de caminar por los caminos interiores, llegaría a admirar más a una flor que a una catedral. 

Al mes aparecieron por la cabaña un grupo de indios de la tribu xavante en expedición de caza. Su presencia soliviantó al portugués, quien no sabía de la existencia de tribus tan primitivas en aquella parte del Brasil. Apenas vestían con un taparrabos y llevaban una parte del cuerpo pintada de negro y otra de rojo. Eran altos, musculosos y de rostros bien proporcionados, destacando en ellos unos ojos vivos de efecto penetrante debido a sus antifaces de pintura blanca. Sin mediar palabras se sentaron fuera de la cabaña y allí descargaron dos capibaras y un corzo troceados previamente ahumados a cambio de cuatro botellas de cachaça y de la navaja que el portugués le había proporcionado a Tanguaré. Y tal y como habían venido se marcharon sin pronunciar palabra, dejando en Joao la impresión de que nadie daba nada por nada, en relación al gesto del presidente del Brasil de proporcionarle a Portugal tierras que en otro tiempo fueron suyas cuando aún se encontraban ocupadas por unos indios como aquellos; y sobre todo la duda sobre el significado de los círculos practicados en determinados días del almanaque, que había relacionado con las piezas capturadas por sus ocupantes durante el año, cuando Tanguará le contó después que solían nutrirse de la caza de los indios.

Más tarde, apareció una cuadrilla de mestizos y de pretos  provenientes del Norte. Lo cual le extrañó, porque al encontrarse las tierras amazónicas en esa dirección las expediciones de colonos no podían proceder de allí, sino del Este. Entonces recordó el episodio de la vaca cebú junto al árbol y con ella la lógica presencia de una façenda en las proximidades, porque los cebús no eran originarios del Brasil sino de la India, traídos desde allí para su explotación ganadera por su mejor adaptación al calor. También le extrañó no ver a ningún blanco entre aquella tropa, y que uno de los negros pareciera ser su jefe por sus gestos imperativos hacía Tanguaré, con quien estuvo hablando un rato. Quien a renglón seguido, después de mirarlo fijamente y de retomar la conversa con el indio, seguramente sobre su persona, ordenó a sus secuaces introducir en la cabaña dos cajas de botellas de cachaça y un barril de pólvora sin recibir nada a cambio. 

En ella permaneció la cuadrilla poco más de una hora, aunque ni Tangueré ni Zimbó se los presentaron, ni ellos le prestaron ninguna atención. Aunque su cabecilla, a quien llamaban Ganga Zumba, seguramente en alusión al famoso jefe del quilombo del Palmares*, se le dirigió para pedirle una lata de cachaça con un tono de superioridad como el portugués no había recibido nunca ni en el Brasil ni en su país natal. De esta guisa transcurrió la estancia de aquellos hombres en la cabaña porque después de beber y de comer algunas tiras de carne seca de serpiente junto a una pata ahumada del corzo de los xavantes, se despidieron de los posaderos sin hacerlo de él. 

Finalmente compareció el grupo de colonos que andaban esperando: dos brasileños mesmos (brasileños nacidos en Brasil), acompañados de dos sirvientes; un indio y un preto que por la corpulencia parecía de raza mandinga. Su nacionalidad le produjo a Joao la satisfacción de quien se siente un privilegiado sobre los que no lo son. Porque los brasileños no disponían de patente legal de ocupación que a él le otorgaba la fuerza del estado brasileño, mientras ellos solo tenían la propia. 

*Enclave situado en Pernambuco, donde bajo la dirección de Ganga Zumba,  un esclavo negro huido cuyo nombre se ha mantenido como un símbolo del actual Brasil; un grupo de esclavos fugitivos lograron permanecer libres de la dominación colonial, aproximadamente desde el inicio de la unión de los reinos de España y de Portugal en el años 1580, hasta unos cincuenta años después de su separación, alrededor del año 1690. Su nombre, como representante de la población negra; junto al de Tupi, de la india, al ser esta la tribu más importante; así como el de Pedro, el descubridor del Brasil, -aunque la historia dice que lo fue un Pinzón-; así como el de su primer emperador llamado también Pedro, conjugan las tres razas que han dado origen a dicho país. 

Una vez puestos al corriente les ofreció la posibilidad de marchar juntos en busca de tierras vírgenes, aunque ni Tanguará ni Zimbó les avisaron de su supuesta propiedad sobre las colindantes, seguramente por ser dos, y los aventureros, contando con los sirvientes, cuatro. Ni tampoco Joao, a pesar de respetar el criterio de los posaderos para no tenerlos como enemigos, y sobre todo por la segura existencia de una façenda en las proximidades, puesta de manifiesto tanto por la vaca cebú como por la visita de los peones. Sin embargo, los dos brasileños, sin razones que justificaran un reparto de tierras, al ignorar la existencia de una carta de ocupación formal a nombre del portugués, decidieron seguir por su cuenta, no quedándole más remedio a este que ponerles al corriente cuando se preparaban para dormir el soberado, aprovechando que los dos servidores lo hacían con los animales.

La mañana comenzó más temprano que de costumbre, cuando poco antes de nacer el sol, el olor a carne de cerdo que a Joao le trajo al olfato el aroma graso y tierno del leitão assado à bairrada de su Portugal natal, poco frecuente en el Brasil y aún menos en aquel lugar; los despertó a los tres. Y en efecto al bajar del chamizo pudo comprobar lo que su olfato le decía, porque aquella carne no era de capibara, sino de lechón de cerdo piau, la raza mezcla de todas las razas traídas al Brasil que mejor se adoptaba al clima tropical, preparado en honor de los colonos por los posaderos, quienes antes del amanecer habían encendido un gran fuego y desde esa hora le daban lentamente vueltas a un lechón ensartado en una barra sobre una brasa encendida en la tierra, que más tarde comieron los cinco regado con cachaza y con una botella de vino alentajano comprada a precio de oro en Bahía por Joao. Conformándose los servidores con un trozo de capibara y un latoncillo de cachaça. 

Fartos (hartos) de carne y de aguardiente decidieron demorar la salida hasta despertarse, cuando pasadas unas dos horas apareció la cuadrilla de la semana anterior, ahora compuesta por siete hombres, a cuyo frente no se encontraba Ganga Zumba, sino un mestizo de origen indefinible por tenerlos todos, con la cabeza cubierta por un gorro a lo Napoleón con estrellas burdamente pintadas y un par de condecoraciones barrocas, cada una debajo de diez cabezas de latón que debían ser de hombres blancos por el color. 

Al abrirse la puerta, fue tanto el alboroto que los tres aventureros despertaron de su letargo y casi sin darse cuenta se encontraron en fila india encadenados detrás de un caballo montado por el patricio Tiago Veira Sampaio, que así llamaban aquellos bandidos a su jefe; al mismo tiempo que Tangará dibujaba un circulo alrededor del día nueve de noviembre del año mil novecientos siete, aunque en verdad fuera del mil novecientos quince, para sumar en lo que iba de año un total de veinte hombres entregados. 

Curiosamente, los servidores de aquellos colonos, un indio de apariencia Puri por lo sumiso y el corpulento mandinga, caminaban sin cadenas al lado de la partida compuesta por indios, negros y mestizos, quienes parecían dispensarles un buen trato, mientras a ellos los trataban como a seres despreciables. Después de caminar más de dos horas a paso de mula lenta divisaron lo que parecía una quinta, porque debido al tamaño de la vivienda que la presidía, que sin ser pequeña, no aparentaba la magnificencia palaciega de ellas, no llegaba a façenda. Al acercarse se les fueron uniendo algunos facinerosos del mismo porte acompañados de un grupo de mujeres y de niños desgreñados, lo cual dejaba bien claro que los enemigos eran allí los blancos. Y una vez recorrieron el quintal soportando los insultos y los excrementos de vaca que les arrojaban, dieron con sus huesos en una cabaña donde permanecieron encadenados lo que faltaba del día con su correspondiente noche.

Al amanecer fueron conducidos a la presencia del cabecilla  Tiago Veira Sampaio, ante cuyo trono de caoba grabado con motivos florares fueron obligados a postrarse, y así se mantuvieron hasta un gesto de este dándoles permiso para levantarse. A continuación, sin que hubiera mediado palabra, fueron conducidos con los pies encadenados hacía una mina de plata distante casi una legua (unos cinco kilómetros) de la quinta, adonde llegaron después de dos horas de arrastrar los pies entre el polvo, para de inmediato comenzar su labor de picar piedra en su interior junto a una treintena de presos blancos. 

A las dos horas de excavar en la semioscuridad, perdida la esperanza de estar soñando o de poder escapar, Joao supo que estaba en el infierno y entonces, para intentar olvidarse o darle sentido a aquello, su mente le culpó de no haber sabido vivir la vida por temor a la muerte, así como por haber dejado la tierra de Portugal por otra mejor aunque solo fuera un sueño. Estando en ellos, un guardia le acercó un cuenco de comida y uno de los presos se sentó a su lado. Parecía un esqueleto cuya voz a duras apenas podía escucharse, aunque al poco de comer aquel emplaste de sabor picante con un par de huesos rodeados de carne, se presentó como Liseu Cabaças, sargento del ejército de la república do Brasil, quien hacía un año había sido atrapado por unos indios de la tribu botocudo a dos semanas de camino de allí, mientras comandaba una expedición de cinco hombres en busca de cangaçeiros huidos de la región nordestina de Pernambuco, de los cuales se tenían noticias de su establecimiento permanente en el interior del Cerrado. ¿Y cómo llegó usted hasta aquí?, le preguntó Joao Denís; porque en vez de encontrarlos, ellos me encontraron a mí cuando me compraron a los indios para trabajar en la mina, le respondió Cabaças. Quien a continuación le contó que solo utilizaban a blancos para trabajarla, ya que su jefe Tiago había decidido crear un “mundo al revés”, donde los blancos sirvieran como esclavos a los indios y a los negros, mientras ellos se dedicaban a labores de pastoreo de los cebús y  de los cerdos piaus que habían robado de las façendas de sus tierras de procedencia. 

Tan distraído por lo hambriento cuando la estaba comiendo, solo al terminarla, Joao le preguntó a su compañero por aquella bazofia, aunque Cabaças se limitó a sonreírle y a mirarle con aire de resignación. Entonces, uno de los guardianes tomo la palabra: son termitas machucadas con zumo de jatobá para quitarles el amargor; la mejor comida para trabajar en la mina y alargaros la vida hasta un año o dos. Además, continuó, coméis carne, y no todo el mundo la come aunque sea de rabo de oso hormiguero, ¿de qué os quejáis?, les dijo riéndose mientras se dirigía hacia la luz proveniente de la bocana de la mina.

Si en el mejor de los casos me quedan dos años de vida en este infierno, porque no acabarlo antes, pensó el portugués mientras veía perderse al cangaço entre la luz. Tal vez los demás no se habían atrevido a hacerlo por temor a perder la vida eterna, pero el solo creía en esta, aunque a su manera era católico, como lo era el jefe Tiago, quien todos los domingos liberaba del trabajo a sus esclavos blancos para que asistieran a misa en la iglesia de madera situada en el centro del quilombo junto a su palacio, para luego dejarlos pasear por los alrededores con los pies encadenados, y darles de comer cerdo por la tarde. E incluso a quienes les tocaba en suerte, les permitía mantener relaciones con las mujeres del campamento. Sin duda era todo eso los que los mantenía vivos. Y con el paso de las semanas, también mantuvo al racional Joao, en quien había renacido la esperanza aunque pensara que la esencia de aquellos no era la de tener un día de fiesta a la semana; ni el comer carne de cerdo; ni para los creyentes la de ganarse la vida eterna asistiendo a la iglesia; ni tan siquiera el placer de yacer con las mujeres del campamento; sino la más simple de tener la posibilidad de  reproducirse.

Curiosamente, el sorteo se celebraba cada miércoles, pero no para el domingo siguiente, sino para el posterior. De esta forma, pensó Joao, al situarlo en un día entre semana conseguían mantener la tensión de los prisioneros en el trabajo, a quienes se excluía si no rendían lo estipulado  o si cometían algún acto leve de indisciplina, porque los de mayor porte se pagaban con duros castigos e incluso con la muerte. Luego, al comprobar que en aquella semana el afortunado no trabajaba y era alimentado en abundancia, o que de forma extraña la suerte excluía siempre a los más débiles, llegó a la conclusión de que al jefe Tiago le interesaba la reproducción tanto como a sus esclavos. Aunque no sabía si lo hacía para incrementar su número o para blanquear la sangre de sus súbditos.    

A los cuatro meses exactos de su llegada, porque los domingos le permitían contar el tiempo, quizás una de sus más sutiles ventajas, llegaron cinco prisioneros de una avanzada militar destinada a descubrir el paradero de los cangaços así como de los militares perdidos; enterándose el portugués de que habían sido capturados a una semana de distancia. Lo cual suponía solo unas sesenta leguas hasta el campamento. 

Cada vez era mayor el número de soldados, y cada vez se encontraba más próxima la  presencia del Estado brasileño o de los blancos, que era lo mismo, aunque las partidas la compusieran personas de otras razas. Por dicha razón Joao Denis estaba convencido de que el jefe Tiago, de quien admiraba su inteligencia, pensaba en eso, y entonces, su carácter portugués, racional y práctico, forjado en la escasez desde pequeño, capaz de hacerle sacar el máximo provecho a las cosas, le hizo recordar al naufrago João Ramalho; o a  Diogo Álvares Correia, quien después de librarse de ser comido por los caníbales tupanimbá al matar con su espingarda a un pájaro en vuelo, casó con la princesa Paraguaçu; o al descendiente de tupí, Francisco Dias Velho, cuyos hijos,  convertidos en portugueses, como jefes de “lanzados” o de “bandeirantes”, aprovechaban las relaciones tribales de sus parientes para conquistar tierras y esclavos de las tribus rebeldes. 

Dos meses más tarde, con motivo de la pascua, el sorteo le tocó a él, pero se negó porque no era un animal en celo sino un hombre necesitado de amor. Lo cual impresionó al jefe Tiago, o nosso santo, como le llamaban sus seguidores cuando salía de la iglesia del Mundo Nuevo presidiendo la procesión de nuestro Señor del Buen Fin junto a   la de nuestra Señora de Guía; acompañado de su esposa xavante, tan bizarra y tan bella como los hombres de su raza, y a la de su hija Tarsilia. La mujer más hermosa que Joao nunca había visto. 

Ese día cambió su suerte al atreverse a solicitar una reunión con el jefe de los cangaços, o patricio Tiago, para salvarlo a él y al campamento. Y aunque los demás presos no podían creerlo, se la concedieron, porque debía ser tanta la fuerza de un hombre que en su situación se había negado a yacer con una mujer sino era por amor, que al jefe cangaço debía inspirarle tanta extrañeza como curiosidad. Le ofrezco la supervivencia y la mitad de la mina a cambio de su hija y de la hacienda, le dijo a un sorprendido Tiago antes de que este pudiera hablarle. ¿A cambió de qué?, le respondió el jefe de los cangaçeiros, quien a la vista de su firmeza y de su mirada, comprendió que no se hallaba ante un loco. A cambio de una patente de ocupación de tierras vírgenes concedida por el gobierno brasileño a mi nombre, le contestó Joao. Y para que quiero yo una patente a su nombre de una tierra que me pertenece. Es cierto, terció el portugués, pero solo hasta que las autoridades lleguen hasta aquí, y eso como usted sabe, no va a tardar mucho en suceder. ¿Y para que quiere a mi hija y  no se conforma con la hacienda?, le inquirió Tiago, quien ya se había dado cuenta de la coherencia de las palabras del portugués. Porque quiero tener hijos con Tarsilia, que además serán sus nietos, y con ellos, las tierras y la mina. Pero queda otra condición, continuó Joao, cuando lleguen los blancos no van a comprender que la mina la trabajen los de su raza, y entonces sospecharan y no se creerán nada. Y que propone usted señor Denis. Sustituirlos por indios botocudos o por tapayunas capturados con la ayuda de los xavantes de la tribu de su esposa, así como por los negros apresados  junto  los blancos, a quienes se les deberá cortar la lengua para que no hablen. Todo eso está bien, pero no se da cuenta de que puedo matarle ahora mismo, le interrumpió un sobresaltado Tiago, quien a pesar de lo cierto de sus reflexiones, no podía consentir en su interior que un maldito blanco esclavo viniera a destruir el “mundo nuevo” que había creado. Otra vez tiene usted razón, pero de que le serviría, porque la patente se encuentra a mi nombre y con mi fotografía, y aunque la cambiara por una suya, no le valdría de nada, ya que solo se conceden a los blancos. Por otra parte, su esposa y su hija se convertirían en esclavas y a usted lo matarían junto a los suyos, mientras si acepta, podrán dedicarse a las labores de pastoreo como hasta ahora. Además sería mi capataz y mi suegro; le dijo un Joao cada vez más convencido de su propio discurso. ¿Y qué hacemos con los blancos de la mina?, le respondió el jefe, cuya pregunta y el tono de su voz denotaban que ya no mandaba él, sino el portugués. Los más fuertes serán mis lugartenientes, y a los demás los debe matar o entregar como trofeo de guerra a los xavantes para que se los coman.     

La façenda cambió ese mismo día de dueño y de nombre. Ya no se llamaría el “Mundo Nuevo”, sino la “Nova Lagoa”, donde los blancos mandarían como siempre, y los mestizos, los indios, o los pretos, soñarían con tener un nieto que se pareciera a ellos y tuviera el mismo color que el de su padre blanco. 



JMC

CONCURSO DE MENTIRAS

Todas las fiestas de la vendimia, Cuba se llena de visitantes deseos de presenciar el desenlace de uno de los acontecimientos más celebrados del Alentejo; su concurso de mentiras. Abarrotando la plaza una multitud alegre y curiosa a pesar de la bebida, aguarda en respetuoso silencio portugués a que Joao Fuljencio, el viejo presidente de la Cámara (Alcalde) les cuente en voz alta la mentira ganadora. La cual, una vez publicada y conservada en el registro de mentiras de la procuraduría* pasará a convertirse en la mejor y mayor  del planeta al no existir otro concurso de este tipo en el mundo; al pensar los alentejanos, no sin razón, que los libros son literatura y las mentiras otra cosa.

La genial idea surgió en tiempos de Salazar, cuando después de pisar la uva, los vendimiadores se reunían a tomar vino en las adegas (bodegas) y a su voz, se contaban historias extravagantes en las que mezclaban verdades y mentiras para despistar a la censura. Este año han elegido dos temas: el de siempre relacionado con el pueblo y su historia. Y el específico, con los negros o los prestos, que así también se les llama en Portugal, como protagonistas.

Ante un jurado compuesto por cinco notables cubanos que le escuchan con atención en la sala notarial de la procuraduría geral, el señor Dom  José Ruano Matos, antiguo Secretario da Camara ya reformado (jubilado), lee  la primera mentira a la que ha titulado: “La verdadera historia del nombre de Cuba”.

*Edificio que alberga el Registro y la Notaria, que en Portugal es pública.

Después de descubrir América en su primer viaje, Cristóbal Colón, no se  sabe si por despecho o porque no tuvo más remedio, desembarcó en Lisboa. Allí se presentó al Rey de Portugal Dom Joao I, y ante toda la corte proclamó que él, el mismo que diez años antes despreciaron por visionario y por loco, había descubierto el otro paso a la India, y de camino tierras y riquezas jamás soñadas. Don Joao y sus cartógrafos indagaron en las latitudes llegando a la conclusión de que las islas nos pertenecían al encontrarse al sur del paralelo treinta y dos asignado a Portugal por el tratado de Alcobazas, y con ellas, una bella india Caribe a quien bautizaron con el nombre de Amalia. Con la mujer y los mapas partió Colón a escondidas rumbo a Castilla bajo la protección de Don Alonso de Benjumea, su embajador en Portugal. Y al llegar a una  aldea desconocida, Donha Amalia, cansada, se negó a continuar para quedarse con nosotros junto a la incipiente gravidez de su vientre, a cuyo fruto puso el nombre de su isla natal, Cuba.

La siguiente mentira le corresponde a Noel Barbosa, antaño emigrante en Venezuela, la titula “Las apariencias engañan”: A finales de los ochenta se difundió una historia que hizo reír y reflexionar a toda Venezuela. Un abogado millonario y blanco se separó de su esposa también blanca al dar ésta a luz al último de sus cuatro vástagos. Su color no dejaba lugar a dudas, era negro como el carbón, dándose a conocer la cuestión cuando ya su ex mujer lo había demandado al negarse a correr con la alimentación del pequeño,  a fin de no pasar por cornudo y a la vez apaleado. Finalmente el asunto se resolvió con la prueba de paternidad, donde el  análisis, tres veces repetido, reveló que su único hijo era el preto (negro).       

Llegado expresamente de Lisboa para la ocasión, Dom Joao Antúnez de Melo, militar retirado, espera su turno tras la puerta principal de la procuraduría vestido de coronel del arma ultramarina de la república de Portugal. Antes ha tenido que demostrar su ascendencia alentejana, requisito indispensable para participar en el concurso. El señor Joao relata una historia terrible de una guerra todavía cercana que nadie quiere recordar. La misma que puso fin al sueño de Portugal todavía gravado en las chávenas (tazas) de café junto a los mapas de sus colonias donde reza: “Portugal nao e um país pequenho” (Portugal no es un país pequeño). En dicha grandeza piensa mientras se toma uno espeso antes de acceder al tribunal con su mentira a la que ha titulado: “Jugando con su futuro”.

Cansado de emboscadas, de selvas, de sudor, de mosquitos y hasta de sexo espontáneo con mujeres pretas a quienes no puede distinguir, el capitán José Pereira Brito se derrumba muerto de cansancio en el camastro de paja de  su tienda de campaña instalada junto a una aldea recién conquistada. El rostro descompuesto en una mueca de terror indecible del soldado Candeias colgando de un árbol, junto al cerdo con el que se ha descompuesto en vida, le persigue noche y día. Desde que desembarcó en Maputo hace quince años no ha visto nada igual, es la gota de agua que ha hecho rebozar el vaso. Borracho de cachaza* y loco de rabia se despierta al alba, forma a la compañía y les propone jugar  un  partido  de  fútbol,  el  clásico  Sporting de Lisboa, Benfica. 

* Aguardiente de caña de azúcar de mucha graduación. Muy popular en el Brasil bajo la marca Velho Barreiro. En otras partes de Portugal se le conoce con el nombre de bagazo y es elaborado con plantas de la  sierra.

No disponen de balón ni les importa, se jugará con un sucedáneo. Servirá la cabeza de uno de los negros abatidos que yacen desparramados en la floresta. Brito se encarga personalmente de cortarla y ni tan siquiera el odio le impide darse cuenta de que se trata de un muchacho muy joven, casi un niño, cosa normal entre los rebeldes, que imitando a los blancos tienen la costumbre de grabar en una placa los nombres y apellidos del combatiente, su fecha, su lugar de nacimiento, y el de sus padres. Después de una hora pateándola con furor el partido finaliza cuando  la cabeza estalla en mil pedazos, y ya desahogados se retiran comentando entre risas la victoria del Benfica. Un soldado de la compañía angoleño de nacimiento y de color, no ha querido participar en tan macabro partido. Le ordenan enterrar a los muertos que ya huelen comenzando por el muchacho sin cabeza, y al hacerlo siente una mezcla de miedo y vergüenza al depositar la placa junto al cuerpo mientras la lee en señal de respeto: José Pereira Brito nacido en Maputo hace catorce años, de padre desconocido y madre Mirele*; curiosamente el mismo nombre de mujer que Dom José Pereira Brito su capitán, le comentó haber amado durante su estancia en la capital. La única mujer preta (negra) que según él había merecido la pena.      

Han pasado ya dos horas y el jurado comenta en un receso que el nivel es tan alto que solo faltan dos historias, y todavía no han podido descartar a ninguna. Lo malo es que son tan increíbles que pueden ser verdaderas, y la verdad es lo único que no debe permitirse un concurso de mentiras. A ver si tenemos más suerte con  las nuevas, les comenta el 

*Las mujeres nativas inscribían a sus hijos con el nombre y apellidos de sus padres blancos.

secretario del jurado. ¿Por cierto quién las presenta?, inquiere el presidente Dom Gonzalo; la primera, Joaquim el pedreiro (albañil). No ha ganado todavía, le responden,  aunque lo lleva intentando hace más de quince años. O senhor Joaquim es un hombre demasiado serio para mentirnos diciéndonos la verdad; pero nunca se sabe, afirma Dom Gonzalo. ¿Y la otra?; Arrufo, el dueño de la adega cercana a la plaza, contesta ahora el secretario Ferreira, padre (sacerdote) de profesión en el que todos confían por su experiencia en las mentiras. ¿El que emigró a Francia?, le inquiere de nuevo Dom Gonzalo. El mismo, dotor. No lo conozco demasiado, aunque parece un hombre de mundo y viene poco por la iglesia. No sé, habrá que tener cuidado con él.      

Dom Joaquim Ventura Araujo no deja de ponerse nervioso cada vez que se sienta delante del Tribunal para exponer su historia. Todos le dicen que pierde por ser demasiado serio, y nadie en Cuba cree que pueda inventar una mentira ganadora. Año tras año se esfuerza en las reuniones del bar contando historias falsas para entrenarse y hacer cambiar de opinión al pueblo, pero se le nota mucho, son demasiado exageradas. No están a la altura, le dicen, y como lleva tanto tiempo intentándolo resuelve cambiar de táctica contando una cierta y entrenarse confesando todas las semanas con el padre Ferreira. Cuando comienza a contar su mentira a la que ha titulado “pasaje gratis”  Joaquim se siente más tranquilo que otras veces, quizás porque la historia puede ser real, o él al menos lo piensa así, al habérsela contado su padre ya muerto, cuando siendo todavía un niño se sentaba junto a él en la cocina de la quinta de Santa Teresa.    


Durante la guerra civil española muchos republicanos atravesaban la frontera huyendo de los fascistas. Allí los camponeses (campesinos en portugués) los escondían de los guardinhas que los buscaban para repatriarlos, y les proporcionaban alimentos para el viaje a Lisboa donde esperaban embarcar rumbo a Europa o al Sur de América.

De mañana, un hombre hambriento y mal vestido descansa su fatiga a la sombra de un sobrado (un alcornoque alentajano).  Los camponeses, acostumbrados a la presencia de refugiados, acuden prestos a socorrerle y no tardan en darse cuenta de que no es como los demás españoles, porque habla portugués y hay en su porte algo especial que lo hace diferente. Don Lorenzo, que así se llama el refugiado, es un militar de alta graduación que ha permanecido fiel a la República a pesar de haber ejercido como ayudante de campo del general Mola; a quien buscan para matarle, e incluso hay partidas apostadas en las proximidades  con la misión de encontrarlo a toda costa. Está claro que le va a resultar casi imposible llegar a Lisboa, por lo que no encuentran otra solución que esconderlo en las proximidades. Y adonde  mejor que en la guarida del lobo; en la quinta* de Santa Teresa  situada en Elbas cerca de la frontera española de Badajoz, perteneciente a la familia de los “Sousa”, propietaria entre otras muchas cosas del “Banco Geral Dos Depósitos”, conocido en el mundo por guardar en sus cofres las joyas que las familias aristocráticas portuguesas acumularon durante siglos de colonialismo  e imperio a  ambos lados  del Atlántico.

*Finca con casa, equivalente al cortijo en España, que en el Brasil adquiere dimensiones increíbles comparables incluso a las de una provincia española. 

En aquella época la regentaba la hija mayor de la familia de nombre  Donha Patricia. Señora de limpia belleza y rectas geometrías, tan carente de sensualidad como de carácter, a lo cual contribuía una cojera incipiente. Todo lo contrario que su marido,  el coronel Dom Jacinto, el típico hombre de fortuna medrado a la sombra del poder, cuyas  únicas virtudes consistían en la hidalguía de su porte, así como en la sensualidad  y en la desvergüenza  de la que carecía su esposa. 

Un izquierdista de la aldea se hace pasar por su primo cuando lo presentan a la familia Sousa para solicitar una plaza de sirviente. Don Lorenzo les habla de su emigración a Venezuela donde había trabajado en la restauración hasta llegar a ejercer como director de un gran complejo hotelero en la ciudad de  Maracaibo, y de cómo se había visto obligado a retornar harto de la miseria y del caos provocado por las revueltas acaecidas durante los últimos años del presidente Juan Vicente Gómez Chacón. La señora se siente atraída por sus refinados modales, y aunque duda de la veracidad de la historia, cree que aquel hombre puede resultarle útil. “Nunca está de más en los tiempos que corren encontrar a alguien con clase que ponga orden entre los criados y sirva la mesa en las ocasiones distinguidas, piensa la señora Patricia”, quien decide contratarlo con un gesto que su marido asiente con la mirada dando la prueba por terminada. 

Don Lorenzo aprende rápido, su experiencia militar como ayudante de campo le ha venido como anillo al dedo. La tarea que se le ha encomendado no es nada comparada con la de dirigir la intendencia de un ejército. Y en cuento a servir la mesa, le han servido a él tantas veces que se toma el trabajo como parte de su credo político, o como una especie de justa venganza de quienes antes mandaba. En dos meses Don Lorenzo se gana la confianza de  la familia Sousa; en el cuarto lo han nombrado  “maestro de mesa”; y a los seis,  el orgullo del Coronel por su flamante adquisición, llega al punto de invitar a sus amigos a conocer a su nuevo criado; quien: “habla tan bien el español que incluso se atreve a contarnos historias en ese idioma”. Y como sospechan algo, y cabe la posibilidad, todos, y en especial Dom Joaquim, experimentan el placer de tener a un español solicito y culto sirviéndole como si fuera un esclavo, hasta el punto de comentarlo entre los nacionales cuando viaja a España como asesor militar. Cargo entre cuyas obligaciones se encuentra la de ofrecer recepciones a las autoridades nacionales que visitan Portugal. 

Pronto tendrá la oportunidad de demostrarles la veracidad de sus afirmaciones, y también de defenderse de sus acusaciones de exagerado, cuando siguiendo el protocolo prepara una gran fiesta en su quinta de Santa Teresa adonde acudirá el general Mola con su plana mayor camino de Lisboa, para  agradecer al gobierno portugués la ayuda prestada por los “Viriatos” en las campañas de Andalucía o de Extremadura. 

Al escuchar la noticia, el español se siente perdido porque sus obligaciones no le han permitido dejarse tan siquiera la barba y sabe, que si el general o sus compañeros le reconocen, puede darse por muerto. Una gran mesa rectangular da cabida a todos los comensales. La  preside Don Jacinto sentado de espaldas a la puerta de servicio. A su 

*Cuerpo de voluntarios fascistas portugueses, que lucharon en la guerra civil española junto al general Franco.

derecha, dando comienzo a la fila de las autoridades portuguesas se encuentra el sillón de su esposa, y a su izquierda el del general Mola encabezando el lado español. Extrañamente la señora se retrasa a causa de una leve indisposición, seguramente provocada, de la que el señor Lorenzo le informa a su jefe sin que este pueda verle al hacerlo por la espalda en un portugués que a Dom Jacinto le resulta extraño. ¿Es este el criado de que me hablaste? No me dijiste que era negro, le inquiere Mola. Dom Jacinto se sorprende, no hay ningún criado negro en la hacienda, le responde pensando que se trata de una broma. Negro como él carbón Don Jacinto ¿o acaso no sabe usted quién sirve su mesa?. 

La rápida mente de Dom Jacinto ha tenido tiempo de comprenderlo todo. No creí necesario decírselo mi general, porque en Portugal no hay negros ni blancos, todos somos portugueses, le contesta. Al llegar su esposa le comenta discretamente que permanezca callada y no se sorprenda de nada, cuando de repente aparece el negro Diogo, -que así se hace llamar Don Lorenzo-, luciendo una peluca de pelo rizado tan negro como el tinte con el que se ha pintado la cara, mientras exhibe una gran sonrisa  que a duras penas intenta disimular el aparato que infla sus cachetes y le impide hablar de forma correcta.

La escena confirma los temores del señor Jacinto pero, ¿qué puede hacer? , si lo denuncia se pone en ridículo: ha estado pavoneándose ante todo el mundo de su criado,  y lo que es peor ha dado cobijo y protegido en su propia casa a un republicano destacado, probablemente a un comunista, o al menos así parece indicarlo sus modales refinados y sus mañas. Pero la comida es tan excelente que todo el mundo parece olvidarse del sirviente, hasta que al llegar a los postres el general español le pide a Dom Jacinto el favor de unas palabras de Diogo en castellano, quien impedido por el aparato se expresa en un tono tan ridículo que acaba por provocar las risas mal disimuladas de los invitados. Muchas gracias señor preto, le interrumpe “cortésmente” el general antes de iniciar un aplauso inmediatamente secundado por el lado español, que Diogo finge agradecer mientras Dom Jacinto le ordena retirarse con una voz afectada que en vano intenta esconder su cólera. Al despedirse el general Mola le recuerda con una sonrisa socarrona el “perfecto castellano” de su sirviente. Estoy asombrado “Don Jacintao”, habla mucho mejor el español de lo que usted me había comentado. 

Pues bien, terminó el pedreiro, de esta forma ganó Don Lorenzo su vida y un pasaje gratis para Venezuela por cuenta del “Banco Geral dos Depositos” o de nuestro gobierno, pero esto último no lo sé ni creo que mi padre lo supiera tampoco.

¿No les parece una historia demasiado elaborada para Dom Joaquim?,  comenta Dom Gonzalo, no creo que esté preparado para ese nivel, sinceramente….. creo que miente porque es verdadera. ¿Qué opina usted padre Ferreira?. No lo sé, lo he notado más natural, más franco que  nunca, y el no destaca por esa cualidad, de hecho ha perdido siempre por eso. Además este año he tenido la oportunidad de conversar frecuentemente con él y empleaba el mismo tono con el que ha contado la supuesta mentira. Si es así descartamos su historia por verdadera, ¿no les parece? sentencia el presidente Dom Gonzalo. 

El señor Arrufo, dueño de la bodega de su mismo nombre, no puede contener su impaciencia porque según piensa lleva esperando más tiempo de lo normal. ¿Qué habrá ocurrido, le habrán dado el premio a Dom Joaquim? Mi historia es más corta, no creo que tenga oportunidad.  El señor Arrufo, cubano de nacimiento, cumple esa máxima que afirma que uno termina por mimetizarse con el lugar en el que vive. Él lo hizo en Francia adonde emigró siendo joven, y tal vez por eso tiene el pelo grisáceo típico de los francos y su carácter es más desenvuelto y más educado en las formas, pero menos respetuoso que el de sus paisanos en la esencia. Al entrar a la sala  señor Filipe Arrufo saluda cortésmente al Tribunal y da comienzo a su mentira a la que ha denominado “El Tramposo”: Hace muchos años que se juega el partido de rivalidad entre el Santa Clara y el Vilanova y los dos equipos se la tienen jurada. En una tarde lluviosa, con el campo del Santa Clara convertido en un fangal, “Dakoy”, el único rubio de un equipo que repite el arco iris de nuestro país: la mitad blancos, unos cuantos mulatos, no se sabe si de negro, o de indio de la india, dos negros muy negros, y hasta un chino de Macao; se marcha una y otra vez de su marcador, el lateral “Quintinho”. No lo detienen ni el barro ni las patadas, ni tan siquiera el paraguas de la abuela de Quintiño que pegada a la banda intenta golpearle en la cabeza cuando se acerca. La primera parte termina con un gol suyo que pone en ventaja al Vilanova, pero al comienzo de la segunda la cada vez más furiosa abuela consigue acertarle de lleno hasta casi partirle el cráneo. Entre el griterío de la gente, tendido en el suelo, en medio del alboroto de golpes y de patadas que se propinan los jugadores de los dos equipos, Dakoy se toca la herida y nota que tiene sangre, coge el balón, lo empapa en barro, y aprovechando el barullo se levanta sin que lo vean, dispara a la cara de la pobre vieja que cae al suelo rodando, y vuelve de nuevo al fango. Acto seguido la multitud enfurecida invade el campo para perseguir a los jugadores del Vilanova, quienes huyen despavoridos mientras Dakoy es llevado a la enfermería donde al poco rato acude el entrenador del Santa Clara para pedirle disculpas e interesarse por el estado de su herida.

En poco menos de una hora, recibe el alta, y después de saludar amablemente al enfermero que lo ha atendido, se dirige lentamente a la posada, en cuyos alrededores se encuentran los hombres del pueblo esperando la salida del Vilanova. Cruza con parsimonia entre la gente mientras algunos se interesan por su estado, y al llegar a la puerta le pide a los policías que le franqueen el paso, quienes se ven obligados a apartar a la muchedumbre que se precipita detrás de Dakoy intentando forzar la entrada. Sube a su habitación que casualmente da a la plaza, se desnuda, y después de cubrirse con un chándal del equipo y un pasamontañas, sale de espaldas al balcón mostrando sus posaderas pintadas de negro. El alboroto es de tal magnitud que provoca la intervención de las autoridades del conselho*, quienes finalmente dejan marchar a los jugadores blancos, mientras los negros y hasta los mulatos, al no distinguirse bien el color del trasero, deben pasar la noche en el cuartel de la Guardia Nacional Republicana.

Al terminar la selección el Tribunal se retira a deliberar a un restaurante fino situado al lado de la bodega del señor Arrufo donde acercan posturas y deciden la mentira ganadora, a la que solo quedará formalizar en la sesión que se celebrará por la tarde en la Cámara. Allí comentan que de no haber tenido que guardar las formas por la participación de Arrufo en el concurso, hubieran comido en su bodega y no en la otra. Un 

*Equivalente al municipio en España, aunque en la actualidad se les suele denominar cámara municipal.

restaurante para extranjeros y lisboetas, que son casi lo mismo aunque hablen portugués, porque ninguno de ellos se expresa en alentejano, que no es un idioma de palabras sino del alma. 

La  primera parte de la “verdadera historia de Cubaes cierta; sentencia Dom Gomzalo. La de la india, bueno….Dom José es un ratón de biblioteca y es tan bella que a todos nos gustaría que lo fuera. Por lo tanto no podemos condenarla a la mentira y la dejamos viva, ¿les parece? La decisión sobre la segunda es casi tan rápida como la primera. De nuevo el presidente toma la palabra. ¿Qué opináis de la mentira de Barbosa?, en nuestras colonias ocurrieron cosas parecidas y si fuera verdadera y la elegimos podrían saberlo en Venezuela, así que no podemos arriesgarnos. En la tercera decide el padre Ferreira cuando al levantarse deja zanjado el debate: aún permanecen abiertas las heridas de la guerra para hacer historias con ella. Descartada ya la cuarta solo queda la mentira del afrancesado Arrufo, que finalmente resulta elegida ganadora provisional a falta de un trámite: el de información pública. 

Por espacio de una semana la mentira colgará del tablón de anuncios de la Cámara, a fin de que cualquier persona pueda alegar contra su falsedad. Pero no es fácil que eso suceda porque hacen falta pruebas documentales concluyentes para cambiar el fallo. En más de treinta años solo ha ocurrido dos veces, y esta será la tercera.  El último día del plazo un vecino de Aljustrel amigo de Dom Joaquim el pedreiro presenta una prueba irrefutable: un ejemplar del diario A Bola (diario deportivo de gran tirada en Portugal) con la fotografía de un trasero negro y una leyenda al pié: graves disturbios en la localidad alentejana de Aljustrel provocados por actos obscenos de un jugador del Inmortal. Arrufo había contado la misma historia cambiando el nombre de los equipos: Santa Clara y Vilanova en lugar de Trofense e Inmortal.

A la vista de lo sucedido se levanta acta por la cual se declara a Dom Filipe Arrufo oficialmente “trapaseiro” y a continuación lo inscriben en el libro del mismo nombre. “Trapaseiro” significa según las reglas del concurso: “ganador provisional con una historia declarada oficialmente verdadera con posterioridad“; y también “embustero por decir la verdad”. Como ellas existen otras muchas disparatadas y todas tienen su lógica; la del mundo al revés; al no haber en portugués, ni creo que en ningún otro idioma, una palabra que designe a alguien como mentiroso por decir la verdad. Ni tampoco al que se declara oficialmente “mentiroso” como ganador de un concurso, al suponer que ha dicho la verdad mintiendo. No en vano su regla principal; la única que no está escrita porque ni hace falta ni resulta políticamente correcta, define a la mentira ganadora como: “historia falsa o verdadera declarada oficialmente mentira.” Algo parecido a lo que sucede en Vidigeira, un pueblo cercano con el que Cuba mantiene una enconada rivalidad, donde se celebra un concurso de verdades cuya primera regla, aunque tampoco está escrita, define a la ganadora como: “historia verdadera o falsa declarada oficialmente verdad.”

Finalmente aunque la habían desechado antes, no les quedó más remedio que conceder el premio a la sospechosa mentira titulada “pasaje gratis”. Según ellos por ser políticamente correcta, difícil de descubrir, y tener su autor, el bueno de  Dom Joaquim, antecedentes de mal mentiroso. Aunque en realidad, como en casi todas las cosas donde la voluntad de un tribunal se quiebra, no les quedara más remedio.

De esta forma ganó Dom Joaquim el pedreiro después de quince años de haberlo intentado sin éxito, aunque para ello hubiera tenido, según él creía, que engañar al tribunal contándoles una verdad. Y también a su padre, quien le contó la historia, al hacerla pasar por mentira; a no ser que este lo engañara, aunque los muertos no mienten al no poderles  preguntar.   

Como hombre de bien y católico practicante, Dom Joaquim o pedreiro, está contento solo a medias, al pensar que debe esperar toda una semana para quedarse tranquilo porque es segunda feira (lunes) y en Cuba solo confiesan los Domingos. Pero a medida que transcurre la semana, es más consciente de su traición al haberles contado una verdad al tribunal, y su vergüenza llega a ser tanta, que no se atreve a salir de su casa, aunque sus vecinos lo interpretan como un cambio de actitud hacia ellos por haba ganado el concurso. 

Mientras se dirige a la iglesia, Dom Joaquim se tranquiliza al recordar que el señor Ferreira ya no ejerce de secretario. Ahora es el sacerdote a quien va a confesar que tiene serias dudas sobre la falsedad de la historia y que ha engañado al Tribunal contándoles una verdad. 

Cuando la confesión termina el padre Ferreira duda sobre la conveniencia de desvelarle la primera regla del concurso, aquella de la “historia falsa o verdadera declarada oficialmente mentira”, pero decide consolarlo diciéndole que hay mentiras y verdades oficiales, y otras que son de cada uno. Finalmente, le impone un padre nuestro de penitencia, retirándose el pedreiro confortado, aunque sospechando de tan poca pena, mientras Ferreira sonríe para sus adentros y se conmueve de la inocencia de Dom Joaquim, la inocencia del pueblo, la de todos los pueblos, que ignorantes y tozudos creen en un mundo de verdades y de mentiras.  

Como amante de ese pueblo y de su lengua he podido comprobar la gran influencia del concurso entre los alentejanos, que por lo general permanecen callados no vaya a ser que alguien de Lisboa les quite sus verdades y sus mentiras y se las engañe convirtiéndolas en oficiales. 


JMC

ABRIGARSE, CUBRIRSE, VESTIRSE

Las acciones de los seres humanos traen causa de las necesidades del cuerpo, de los deseos del pensamiento, o de una mezcla de ambas, siendo a veces difícil precisar de donde provienen. 

Nuestra relación con la ropa sirve para ponerlo de manifiesto. Se encuentra plasmada en el Génesis, donde Moisés simboliza el origen del hecho civilizado como nadie lo ha hecho.

Si imaginamos en pleno invierno a un muchacho o a una muchacha llevando un pantalón con un roto hecho a propósito, vemos por una parte que el pantalón le permite resguardarse del frio, y de otra, que los rotos hacen todo lo contrario, porque el pantalón le sirve tanto para abrigar el cuerpo como para vestir su pensamiento.   

A su vez, si hacemos lo mismo, pero ahora en pleno verano, en un día de calor insoportable, es dable pensar en relación al clima, que ambos podrían ir desnudos, sin embargo, siguen usando el pantalón, ya que en el mundo civilizado a nadie se le ocurriría ir desnudo; porque la ropa sirve, aparte de para abrigarnos y para vestir, para cubrirnos el cuerpo.

El abrigarse pertenece al mundo natural, a  nuestra relación con él, y es igual en todos los ámbitos del acontecer de los seres humanos. El cubrirse pertenece a la sociedad, a la moral,  y se encuentra relacionado con la individualización y con la propiedad; en principio de una determinada mujer u hombre que, a diferencia de la tribu, donde todos comparten el sexo en promiscuidad,  lo hacen bis a bis excluyendo a los demás, y con ello, los frutos carnales y materiales producidos en la relación. Finalmente, el vestir, al pertenecer a la mente, se encuentra vinculado a lo individual. Si bien, dicho comportamiento proyecta hacía los demás nuestro vínculo social, cuando por ejemplo, un joven o una joven, desean mostrarse a impulsos de su necesidad de atraer al sexo opuesto, o en sentido general, mostrar una determinada posición social. 

Resulta por otra parte paradójico, que vivamos determinados por estos elementos de orden natural y/o mental, y no sepamos distinguir de donde provienen. De esta forma, por ejemplo, en el caso que nos ocupa, parecería que le pertenecemos a la ropa en lugar de ella a nosotros. E igual sucede con el resto de los objetos.




JMC



AMAR LO VIVO

Cuando ves a un niño, a excepción de los tuyos o de los que conoces, recuerdas después a todos los niños. Sin embargo cuando la haces a un adulto solo puedes recordarlo a él. Porque la inocencia es la vida que se posa y es de todos. Mientras su falta es de cada uno. Al igual de la luz es de todos y la ceguera es solo de ella.     

La inocencia es la vida, y como ella es instantánea. No tiene antes ni después; ni miedo pensado, solo el que percibe. Igual le sucede a todo lo vivo, excepto a los humanos, que vivimos en muerte pensada, adelantada, que nos mata mil y una vez con el pensamiento antes de que el  morir nos mate una sola. 

Por eso el maestro le decía a sus apostales: dejad que los muertos entierren a sus muertos, y por eso amo sin necesidad de proponérmelo a los niños, a las plantas y a los perros.


JMC







BOHEMIA


La bohemia del cuerpo se termina o te termina. A mí me gustaría serlo del espíritu, pero no sé exactamente lo que es, como todas las cosas que pertenecen a lo que no se ve. Aunque no es menos cierto que los bohemios del cuerpo tienen algo de los del espíritu y viceversa.  Tal vez porque busquen la misma cosa.

Dicen que es como una borrachera de no se sabe qué que, te hace salir de ti y te permite estar en todos los sitios a la vez. Que consiste en viajar a mundos siempre limpios sin saber en qué consiste esa limpieza. Y que no se puede explicar sino sintiéndolo.

Si me sonrieran siempre los niños, los ancianos y los perros; si amo de la vida hasta el dolor; y ver amanecer aunque me quede dormido, y pudiera amar sin palabras……., no tendría dudas de serlo.



JMC








RESPETO

Dice el diccionario de la lengua española del amor, que es un sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae. Sin embargo la definición más acertada en mi opinión, se encuentra en una frase de Confucio: amar es amarlo todo.

Necesitamos con el cuerpo para suplir las necesidades del cuerpo, y deseamos con la mente para suplir las de esta. Pero mientras la necesidad se satisface con el acto que la atiende, por ejemplo si tenemos sed y bebemos agua; el deseo no lo hace nunca porque se encuentra vinculado a lo universal. Por dicha razón los conceptos encerrados en los verbos de los que se alimenta, se conjugan en infinitivo (amar, tener, beber, querer, etc), o sea en infinito, y solo realizándolos se colmaría aquel. Simbólicamente si bebiéramos un agua que nos quitara para siempre la sed, desaparecería el deseo junto al verbo, al concepto, y al pensamiento de los que trae causa. 

Es por ello que lo que “no se ve” nunca puede ser satisfecho con lo que “se ve”, aunque nos empeñemos en acaparar un objeto detrás de otro. Tampoco el realizar una acción o una actividad detrás de otra, como no sea para darnos cuenta de que no son suficientes, porque somos “todo”. Un estado instantáneo que contiene el sentir del universo. 

Amar es amarlo todo, como algo sentido, como el sentir esencial. Por eso el pensamiento no puede amar, como tampoco puede hacerlo porque no es instantáneo al crear distancia entre el que piensa y el pensado; y al ser parcial, tampoco puede abarcar lo universal. 

Mientras tanto debemos conformarnos con el respeto, que es amor del pensamiento. Solo él se no puede exigir porque el amor no nos pertenece.



JMC


DE VUELTA A LISBOA

Las personas y las ciudades son nuestro afuera, pero mientras los hombres  solo pueden envejecer, las ciudades se atrasan o se adelantan haciéndose más viejas o más nuevas. Por eso cada uno tiene la suya con la que se coincide. La mía es Lisboa de la que siempre espero mi memoria de ella.

Entre una marea de viaturas (coches) a veces parados, a veces en movimiento, me desplazo por la autopista hasta divisar el rojo metálico de las vigas del puente Salazar o vinte cinco de abriu, su nombre actual, con el que me identifico pronunciado en portugués, que es identificarme con el idioma portugués, con Portugal. Los otros, los nombres, aunque no lo parezcan, son menos esencia y más anécdota. 

Al cruzarlo me invade la misma sensación de seguridad de siempre. La seguridad de la vista: la de la altura dominada por el rojo de las vigas remachadas; por la inmensidad del acero que se superpone a la del vacío; y la de los oídos al escuchar el sonido metálico científico y continuo que producen las ruedas de los coches al circular sobre las rejillas de metal. Y en esa seguridad civilizada contemplo la inmensidad difusa del azul ceniciento del agua abarcándolo todo, y al fondo, los tejados rojizos siempre elegantes, refinados, y fríos, sobre edificios que en la distancia parecen inmaculadamente blancos aunque no lo sean.

Al adentrarme en la ciudad, el acueducto del Marquéz de Pombal que ya se divisaba a lo lejos, se hace más evidente, aunque siempre me pareció ajeno, como un añadido a Lisboa, como si no fuera ella. Tan ajeno que no lo vuelvo a ver aunque lo vea,  cuando al llegar a Belem coincidiendo con mi memoria se hacen otra vez “yo”: la arquitectura gigante y horizontal de los Jerónimos; la claridad leve de un cielo inmenso que parece escaparse en busca del azul del mar que se adivina en la línea horizontal del Tajo;  el bullicio de las gentes: los orientales de oriente; los indios de la India; los pretos (negros) del África o del Brasil; todos iguales en la apariencia, pero todos diferentes a un portugués de Macao, de Goa, o a un preto de Lisboa. Y así, caminando entre ellos, diviso el estadio del Belenenses al lado del cementerio que insinúa o esconde, y a los turistas de siempre, a los que juzgo sin quererlo ignorantes porque lo parecen: ignorantes por ver con una cámara en vez de con los ojos; de destruir el instante con una foto; de recordar con una fotografía en vez de con la mente; y de creer que somos de algún sitio, al traerse a su país, a  su ciudad o a ellos mismos, y no ser allí Lisboa.

De camino a la pastelería “Pasteis de Belem”, Lisboa se convierte en una postal donde los colores rosa amarillo y azul de algunas casas aisladas, se combinan con sus tejados rojizos dándole un aire de elegante pueblo inglés. Una sensación que se  desvanece en el chao (suelo de pequeños adoquines) incrustado de vielas (vías) mientras las sigo en la memoria hasta las cuadradas geometrías de las plazas del centro, para verlas ascender hacia los barrios altos entre calles empedradas de nombres sugerentes, y bullicio de gentes sin rostro. 

Al entrar me reciben un mostrador de caoba y cristal, varias figuras de pie a su alrededor, y otras apoyadas en los salientes de las estanterías  apurando diminutas tazas de café, que me parecen como suspendidas en el aire cuando me dirijo distraído hacia el interior, adonde al recorrer el espacio de caverna azul de la confitería, encuentro las mismas caras de afuera solo que sentadas y más juntas, a las que miro y me miran como por acto reflejo. Algunas de esas miradas se quedaran en mí, seguramente respondiendo  a una sensación que se repite, como si la que  fue las hubiera elegido para formar parte de un único recuerdo.                                                             

Ya en el interior, sentado en una mesa y una silla que no son nuevas ni viejas, feas o bonitas, sino siempre las mismas, pido lo de siempre a los camareros que solo tienen un rostro diferente a los que recuerdo. En lo demás son idénticos, sobre todo en el gesto. Un gesto educado y a la vez displicente, destinado a mantener la misma correcta distancia entre ellos y la gente. 

Mientras espero, me fijo en el rostro achinado del camarero ya mayor que nos sirve, y en sus ojos escondidos detrás de unas gafas que le llegan a la mitad de la nariz. Y también, tal vez  por su  belleza, o quizás por el cansancio que reflejan fruto del trajín de todo el día, yendo y viniendo de mesa en mesa, en una camarera de mediana edad, color mulato, y rasgos blancos. Y al verlos, siento, de una manera inconsciente, como se siente, una mezcla de pena y de satisfacción de no ser ellos, porque en la intimidad de mi pensar pienso, que nadie debe servir a nadie, y el camarero sirve dos veces en el mismo gesto: al patrón y a su cliente. Ahora, en una reflexión endulzada por el tiempo, no trasladada del todo  al sentir aunque lo intento, juzgo a las profesiones por la felicidad que proporcionan o por el  daño que no producen.

En medio de esas cavilaciones, mis ojos, ellos, se fijan en los rostros de alrededor. Esos rostros de Belem de todos los sitios, ahora globales. E imagino, al pronunciar esa palabra, un globo terráqueo transparente y poco definido que da vueltas sobre algún punto interior de mi cerebro, siempre por detrás de los ojos. Lo que me permite ver dos veces al mismo tiempo: las imágenes de afuera y la esfera. Esas imágenes son para mí lo global, y un flash de rostros de colores junto a un chino y a  un negro conviviendo en algún espacio oscuro de mi mente.

Por fin llegan las natas. En Portugal todo es devagar (pausado), tanto, que les ha dado tiempo a convertirse en algo más: en el tiempo que tardan en hacerse; en los pensamientos que he pensado mientras se hacen; en las miradas de adentro y de afuera; en un pastel chino que sabe a ella; en la India y en Ceilán de la canela que llevan; y en darme cuenta  una vez más de que lo importante no son los pasteles, sino las otras cosas: la sonrisa del niño de la mesa de al lado; o una “bica”, esa maravillosa tasita de café corto y espeso del color y el sabor del África, del Brasil, y del arbusto que crece en el desierto arábigo. La mezcla justa dicen los expertos que son casi todo el mundo en Lisboa. ¿Cuál es esa combinación? le pregunté un día a mi amigo Joaquim Duarte Silva: la que cuando la paladeas es capaz de arrancarte de ti por un momento y llevarte a los labios, a ella. Nada es verdaderamente bueno si no te convierte en él, me dijo.

Ate sempre, me despido de la camarera y de su sonrisa que me acompaña en la mente y se pierde  entre mormullos y azulejos hasta el mostrador de cristal y madera antigua, para desaparecer de repente en la claridad de las ruas (calles) de Belem.

Lisboa, como todas las ciudades, se muestra en postales de una sola dimensión; las que se compran en las tiendas. También cada uno tiene las suyas de tres dimensiones en la memoria. Una de las mías tiene que ver con la parada del autobus veintiocho en la Praça Afonso de Alburquerque, aunque en realidad la forman cuatro: en la primera, mientras lo espero, aparece la plaza en perspectiva bañada en luz; detrás, insinuados, el color verde del jardín y el cauce del Tajo; delante, las paredes rosas del edificio de la marina guardado por un soldado de época vestido de azul; y a la izquierda surgiendo de un suelo empedrado surcado de vías, la imagen de una pequeña caja de madera amarilla movida por ruedas metálicas, donde destaca el faro circular del centro mientras se acerca. A esa imagen compuesta le siguen otras, instantáneas: el aire surcado por leves cables; la gordura de los edificios grises del lado de Lisboa interrumpida por el amarillo de un bus camino de Belem; y por fin, el cartel con el número veintiocho, el de la baixa*, que apenas distingo en la distancia, y confirmo sobre el cristal delantero a pocos metros de detenerse. Esas postales se repiten siempre como si las hubiera comprado en la memoria, formando un decorado permanente en el que se van incorporando las personas con las que converso. En una de las últimas aparece sentada en la parada, una viejita de porte distinguido quejándose de la ignorancia del hombre del tiempo, que ha pronosticado un día fresco en una mañana de calor insoportable en Belem,¡a veintinueve  grados a la sombra¡. O tempo é só de Deus, ¿nao é verdade senhor?; é, le respondo, y para seguir la conversación, aunque en poco más de veinte minutos estaré allí, le pregunto si han terminado ya las obras de la plaza de Comercio. Su respuesta no me sorprende; todo dura más en Portugal: las palabras, las distancias, y hasta el tiempo: Eu nao sé senhor, nao vou por lá do tempo de Salazar (no puedo decirle señor, no voy por allí desde los tiempos de Salazar).

* Márgenes del Tajo, parte baja de la ciudad donde se encuentra el puerto. 

En el interior del bus: el color de las postales; la figura resumida de la anciana; y su voz que ya son “yo” en mi pensamiento, dejan paso a un espacio alargado de plástico gris y miradas esquivas, que se desplaza por la avenida da India alternándose con las imágenes fugaces y las claridades de afuera, mientras la gente baja, sube, se dispersa y se mezcla, distrayéndome en las paradas de Santos,  Sodré, o Alcántara.

Casi sin darme cuenta me encuentro ante el inmenso rectángulo de la Praça de Comerçio, que parece prolongarse en las aguas azuladas del Tajo, y a paso lento, al atravesarla, imagino los antigos cais (muelles)  llenos de oro y de especias, mientras el aire se inunda de luz que se filtra y se matiza en los edificios rectos y afrancesados de las calles del centro, en medio de las sonrisas de las gentes, que ya no me parecen turistas aunque lo sean, cuando otra vez sin darme cuenta, me dejo arrastrar calle arriba por la rua do ouro o da prata, y miro, como se mira la primera vez: los mismos escaparates; los mismos cafés; y los mismos rostros fugaces, que repiten la misma sensación de tierras extrañas y viajes ultramarinos guardadas en mi mente; mientras camino en medio de una multitud que se dispersa al desembocar en Rossio en medio del color verde de sus fuentes.

En una liturgia repetida inicio el camino a la inversa, hacia el Chiado, el barrio alto. De pasada me encuentro con el elevador. Un gigante de hierro escondido entre las calles, del que casi nunca me acuerdo porque casi nunca lo veo, y al subir por la rúa que dicen de Almada: la claridad me parece más tenue; los escaparates más elegantes; y los turistas más refinados; hasta que al pasar paseando por la acera de enfrente, miro de soslayo la fachada verde del café a “Brasilera”, y al gentío que se arremolina al sol en sus veladores junto al busto adivinado de Pessoa, que me hace recordar una frase suya grabada en los servilleteros de los cafés de todo Portugal junto a otra de Camoens. Una frase que es él: “habera algo mais verdadeiro quê ser um entre a multidao”,  y la comparo con la otra: “habera algo mais verdadeiro que cantar sem música”, que no sé si es Camoens pero me lo imagino. Como tampoco sé si fueron escogidas por su belleza, o para evidenciar la naturaleza de dos espíritus contradictorios que son a la vez de Portugal y del mundo: la tristeza satisfecha de la soledad acompañada de Pessoa; y la alegría de vivir de Camoens.      

De camino a la parada del eléctrico (tranvía) de Alfama, el veintiocho, me acerco al kiosco de la rúa Garret para comprar un jornal de futebol, donde espero sin impacientarme las conversas entre la dueña y los clientes, a las que me incorporo con mi aprendida calma portuguesa, a la que no le importa perder el tranvía que veo pasar calle abajo: no se fíe usted senhor ella tiene la culpa de la crisis, por si no lo sabe guarda el dinero en Suiza, ¡ahí donde la ve!. ¿É isso verdade senhora?, le pregunto sonriendo y ella me responde con ese humor portugués del que tanto gosto, claro que é verdade, nao me vê.  

El amarillo se mezcla con el color de la madera; con las miradas alegres y cómplices de compartir lo bello y lo extraño; con el olor que debe ser el del hierro, el del metal cuando  fricciona, o el de la electricidad al chocar con los cables; y  todo, con el sonido del deslizar continuo, hasta crear un mundo de adentro que se desplaza por otro de afuera, hecho de rostros fugaces; edificios anacrónicos; y calles empedradas bañadas en sombras;  que desciende con las vías en busca de la luz de la baixa,  que acaba   introduciéndose por los ventanales entre visiones fugases da rua do ouro o da prata, con la praça do Comerçio al fondo, o el gris azulado e imaginado del Tajo. 

Al subir la cuesta rumbo a Alfama, la luz va perdiendo el brillo, los sueños, y el impero, para dejar paso al gris. Todo se hace más viejo; más entrañable y más real; más Portugal: el de la intimidad del espacio íntimo y denso de las casas de pasto*, donde imagino a Pessoa saboreando una sopa de verduras al abrigo de una de esas noches oscuras de Lisboa,  ausente y solo como un jubilado de ahora. Una sensación que olvido al pasar por Santa María, la verdadera catedral de Lisboa, más pequeña y acogedora que la inmensidad de los Jerónimos, la catedral de los sueños, la del imperio, mientras no sé porque razón, reflexiono sobre la relación sinalagmática (de igual a igual) entre la Iglesia Católica y Portugal, y la comparo con la que ha mantenido con España, casi siempre a favor de ella.

Son más de las tres en Alfama, y a esa hora ya no se almuerza en Portugal. Por eso me apeo del tranvía para dirigirme al primer restaurante o casa de pasto que encuentro. Con tono de favor, consciente de que casi lo estoy pidiendo, le pregunto a la dueña si puedo comer. Poose, poose….. me responde con una sonrisa, y aunque no hay nadie salvo una anciana que debe ser como de la casa, y el restaurante es muy pequeño, apenas una habitación con un mostrador y cinco o seis mesas, le pido permiso para sentarme en la de la esquina. 


* Casa de Comidas. 

Como siempre la comida es buena, y como siempre me encuentro relajado, como en familia. ¡Qué calor hace¡ afirma la señora anciana que reparte su mirada entre el televisor y yo, mientras la dueña despacha cerveza a clientes que entran y salen incorporándose a la conversación. Es que ya somos viejas le responde la dueña. Es verdad cuando estaba en Angola hacía mucho más calor pero lo llevaba mejor, ahora todavía me dan más pena esos pobres hombres de la mina, ¡no sé como lo podían soportar!. ¿Estuvo en Angola* señora?, le pregunto. Si, trabajando en las oficinas de una mina de diamantes, me responde. Así transcurre no se cuanto tiempo, cuando un señor enano del que no me había percatado, se nos acerca preguntándome por la edad después de saludar  a la dueña y a la anciana a quienes parece conocer. Mas o menos la mía, me responde al contestarle yo. A nuestra edad ya nos duele todo; ¿nao e verdade senhor?. Al levantarme los huesos me hacen crak crak, menos mal que todas las semanas voy a la fisioterapía pero salgo peor, continua entre sonrisas picaras que se convierten en carcajadas cuando le pregunto el porqué….. ¡porque as enfermeiras me dan ums massagens tao bonsss¡. Después de reírnos me pregunta por mi  nombre y yo por el suyo: To, meu nome é To me responde. El nombre es tan exacto, tan pequeño, tan expresivo, tan él, que dejo de tomármelo a broma, y aunque lo respeto y le tengo cariño, pienso desde la reflexión, fuera de ridículos perjuicios y paternalismos, en su valor como hombre que es el valor del nombre que se puso. 

* Alfama está llena de jubilados procedentes de las excolonias que reparten su vida y su pequeña pensión entre las casas de comidas y su habitación.

Un valor que se acrecienta cuando en  tono  de  broma por lo de los masajes, lo acuso de ser un maluco, una especie de pícaro a la portuguesa, que lo es menos. Y  él me pregunta si he conocido a alguien que no lo sea: que no lo haya sido alguna vez no, le respondo, contestándome él sin pensar: é por isso que eu o sou e fico contente de selo, nao engano a ningém. (por eso yo lo soy y estoy contento de serlo, no engaño a nadie). Me despido con el recuerdo de la sonrisa de To diciéndome que vale más un mal amigo que un buen cigarro, después de haberlo tirado para entrar al local y así poder darme un abrazo; la sensación de que ya los conocía, que los conozco a todos desde siempre; y la de saber que  volveré a encontrarlos, aunque no los busque, cuando Dios quiera. 

Con esa saudade me dirijo al mirador de Alfama para retomar el eléctrico veintiocho, y mientras lo espero diviso la playa de tejados rojizos que el azul del Tajo baña en la lejanía, cuando de nuevo en el tranvía, vuelvo a sumergirme en el tobogán de arriba y abajo con los colores, los olores, las viejitas, y los niños, colándose por las ventanillas junto a esas casas de Alfama que se mueren a pedazos para renacer después, como los  hombres. 

Sentado en uno de tantos veladores de la baixa, no sé si en la calle del oro o de la plata, me distraigo para adentro pensándome, o para afuera mirando a los perros que solo son diferentes cuando los lleva alguien.    O analizando un rostro de mujer o de vadio (vagabundo); a un niño blanco o a uno negro que enseguida vuelven a su color que es ninguno cuando los siento; o a su idioma que son todos, como el de los viejos. Y así continuo ensimismado, cuando de repente me fijo en una mujer extraña: gruesa, y ciega, quien sentada en una esquina pide limosna sin premio, con su cajita de madera a cambio de una canción camponesa (del campo), que repite y repite con voz aflautada, a la que dejo de prestar atención al acostumbrarme. Al cabo de un rato se levanta, y al darme cuenta, me dirijo hacia ella pensando que se encuentra en desventaja porque se pide con las manos, pero sobre todo con los ojos, como lo hacen los perros, y agradecido por su canción. Y como no me gusta que nadie me dé nada, le ofrezco a cambio unas monedas que ella introduce por la ranura de su caja, mientras me mira sin verme y me sonríe con una sonrisa espontánea.

Acompañado por la dulzura de su sonrisa, desciendo por la rúa del oro rumbo a la última parada del día: la del bus de Belem, el veintiocho otra vez. Mientras camino, el sol se está poniendo y todo se vuelve más gris y más sombrío, aunque todavía, entre el cansancio; la confusión de las gentes sin rumbo; y los comercios casi vacíos; me fijo sin detenerme en un perro pequeño con un cartón escrito en la boca pidiendo para su dueño. Un hombre joven más viajero que pobre. Esa imagen grotesca me desasosiega, porque intuyo, siento en ella, un destello de nuestra locura.  La proximidad de la trasgresión esencial: la de un animal obligado a hablar. 

Llego a un Belem casi vacío de luz y de turistas, donde ya solo me preocupa ver si está el coche que aparqué por la mañana hace casi mil años; porque el tiempo en Portugal no pasa. Y una vez adentro, llegar al puente Vasco de Gama por las avenidas que corren junto al río entre una marejada de viaturas (coches) que regresan de poniente, rumbo hacia el Portugal de la paz , las aldeas y el devagar (la tranquilidad).

Al dirigirme hacia él por la Avenida Dom Enrique, van quedando atrás el color ocre que el ocaso le pone a Comerçio, y el azul celeste de la estación de Santa Apolonia, mientras observo por la banda del río las grúas y los cargueros amarrados al muelle; y por la de tierra los barracones  a los que imagino llenos de sacos de café, de cacao, o de azúcar  oliendo a mercancías ultramarinas de otro tiempo. 

Esas sensaciones se desvanecen en el gris metálico y futurista de los altos edificios de la exposición universal que voy dejando atrás para adentrarme en la maraña de estradas; pasos subterráneos; y grandes carteles azules, hasta desembocar en la línea ondulada del puente que se pierde en la lejanía convertida en una autopista sobre el agua. Por ella circulo entre vehículos y una sucesión de postes, mientras observo de soslayo la inmensidad plateada del río envuelta a lo lejos en el reflejo anaranjado del poniente, donde se adivina el rojo del otro puente; algún barco fondeado; y entre la bruma, la visión más imaginada que real, de las casas blancas y los tejados rojos de Lisboa, precipitándose hacia el Tajo desde una ladera verde.


JMC



  


ALGO SOBRE LA PALABRA

La palabra, que lo encierra todo en lo humano y a la que describir sería como decirlas todas y en todos los idiomas, solo puede dar lugar a un comentario por encima, a decir algo, que siempre parecerá impertinente o ridículo.

De ella puede pensarse, y pensamiento es, que va por detrás o por delante de la vida, que nunca le coincide, y que al surgir es deseo del vivir que se fue o no llegó,  porque es vivir que se piensa, o sea vivir y algo más, un algo que aparece como suspendido en espera de concretarse, de que lo hagamos, un algo que aspira a ser definitivo. 

Quizás, ese algo que hace que la vida se nos escape consista en el deseo de convertirla en nosotros, de superponernos a ella, y en ese tiempo que nos lleva interpretarla, incorporarla, ya se nos ha ido un paso por delante o por detrás, algo así como conjugar un yo quise, quiero, o querré.

Aún el grito, la palabra del dolor, llega tarde o se adelanta, expresa lo que se sintió o el miedo de sentir, e igual le ocurre al silencio al ser la expresión de un pensamiento no dicho, de un “yo” que espera mientras se engaña o se olvida con otros sonidos a los que inmediatamente traduce e incorpora. Por eso decimos que el silencio se escucha cuando al prestarle atención lo pensamos como ausencia de  sonidos, y si no lo escuchamos,  nos oímos el pensamiento, que es oír nuestra voz en y con la mente sin palabras externas, las que se oyen con los oídos.


No hay silencio, es falso, el silencio es la ausencia del “yo”,  del deseo, del pensamiento, de la palabra, y solo puede darse sin, o fuera de nosotros. Tampoco en el dormir donde sueñas, porque lo recuerdas y el recuerdo se escucha, y ni tan siquiera en el dormir sin sueños porque no te das cuenta.  


JMC

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