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EL SEÑOR GERMANSINDO. UNA BONITA HISTORIA EN UNA ALDEA PORTUGUESA
EL SEÑOR GERMANSINDO
Los países se distinguen por su idioma, por su historia, por sus monumentos, por sus paisajes, y también por el carácter de sus gentes. Las personas por otras muchas cosas, entre ellas: por sus silencios o por sus palabras.
La persona de la que voy hablar representa la culminación de Portugal, porque ellas están vivas y las cosas, aunque las veamos, pertenecen a la mente al necesitar compararlas, estudiarlas, o simplemente recordarlas.
El señor Germansindo vivía en una pequeña moradía, -que así se llaman las casas en Portugal o al menos es una de la formas de llamarlas-, en una aldea cercana a un lago aledaño al mar, adonde se había trasladado hacía un año después de la muerte de su esposa, más por no estar solo que para que lo cuidaran su hijo o su nuera, aunque a pesar de tener casi noventa años, apenas molestaba.
Lo conocí sentado afuera, junto a un par de gatos, en un banco largo, de madera -uno portugués, o sea práctico y por tanto: cómodo, rustico e intemporal, porque parecía estar desde siempre, incluso desde antes de las casas- bajo la sombra de una higuera, que según tengo entendido, la plantaron los pájaros. Era un hombre enjuto, firme de aspecto y franco de rostro, aunque los hombres de su edad, o al menos una parte de ellos, parecen tener uno común, como sus ojos, aunque los de él transmitían una serenidad especial.
Me presenté con mi nombre en español, y él me respondió con el suyo en portugués: Germansindo. Un nombre sonoro por la g, que en ese idioma se pronuncia casi como che. Uno de esos nombres llamativos de los que tanto gusto al traerme el recuerdo de las rarezas ultramarinas de ese país mágico que empecé a amar al escucharlas de niño para acercarme a la globalidad real: la de un chino de Macao con la boina de un campesino del Alentejo; la de un indio de Goa; la de un portugués blanco o negro de Mozambique o de Angola; la de un Cabo Verdiano, que no se consideran ni europeos ni africanos, porque cuando los portugueses llegaron la isla se encontraba deshabitada; la de un brasileño a la vez tan distante y tan próximo, al amar más a la cultura lusa que a Portugal; y la de tantos y tantos otros que veo mezclados en Belem o en Alfama, portugueses todos.
A partir de ahí, le hablé poco y él me respondió menos; lo hacía su silencio, su mirada sosegada, su paz; y al poco, el banco, el árbol la sombra, los gatos, la claridad en la fachada blanca; él y yo, éramos lo mismo.
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